Dios creó el hombre a su imagen
para que reflejara su propia naturaleza y para que fuera portador de su gloria.
La gloria de Dios fue dada a conocer a la humanidad de manera pública a través
de Jesucristo. La imagen del Dios invisible se evidenció a través del Hijo de
Dios. Como dice el evangelio de S. Juan: “A Dios nadie lo ha visto jamás; el
unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer” (Jn.
1:18). El propósito con que ese Dios invisible nos formó desde el principio,
era para que, la misma gloria que existía desde la fundación del mundo, entre
el Padre y el Hijo, sea manifiesta ahora en nosotros mismos, los hombres, por
medio de Cristo Jesús, el Hijo del Hombre, el mediador único entre Dios y los
hombres.
I.Para que seamos uno, como el
Padre y el Hijo uno son.
El propósito principal de la
creación del hombre era hacernos uno con Dios, tal como el Padre y el Hijo eran
uno desde la eternidad. Al hacernos uno con él, la gloria que hay en él se hace
manifiesta en nosotros, por la herencia adquirida para con nosotros por el
sacrificio de Jesucristo en la cruz; porque El, nuestro mediador ante Dios,
abrió las puertas del cielo que estaban cerradas, al obedecer al Padre en todo
y cumplir su voluntad (la de Dios) en la tierra. Haciéndose hombre, y padeciendo
por nosotros, tomó nuestro lugar, para prepararnos morada en el cielo. Y, por
su sangre, adquirió para Dios, hombres de toda raza, lengua y nación, a fin de
darnos a conocer el misterio de su voluntad: que fuésemos santos y sin mancha
delante de él en amor, predestinándonos a que fuésemos adoptados como hijos
suyos, “para alabanza de la gloria de su gracia, que nos ha colmado en el
Amado” (Ef. 1:6 y 4-9).
¿Qué es la gloria de Dios y cómo
se manifiesta? Es la exaltación a lo sumo del amor que brota de la unidad del
Dios Trino (Padre, Hijo y Espíritu Santo) en un solo ser; y se manifiesta al
hacerse uno en propósito y actuar en unidad perfecta, para llevar a cabo esa
voluntad, ese propósito. El Espíritu Santo es el ejecutor de ese propósito que
Dios estableció, haciéndonos hijos, y llevándonos a la santidad.
Cuando nos hacemos uno con Dios,
el resplandor de su gloria brilla en nosotros. Isaías 60: 1 dice:”Levántate y
resplandece, porque ha venido tu luz, y y la gloria del Señor ha amanecido
sobre ti. Porque he aquí que tinieblas cubrirán la tierra y oscuridad las
naciones; mas sobre ti amanecerá el Señor, y sobre ti será vista su gloria”.
Nos hacemos uno con él para manifestar su gloria. Nos hacemos uno con él si
hacemos su voluntad en la tierra.
Jesús glorificó a Dios en la
tierra al llevar a término la obra que el Padre le había encomendado ejecutar.
El oró al Padre diciendo:” Yo te he glorificado en la tierra; he llevado a
término la obra que me diste a realizar. Ahora, pues, Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve
contigo antes que el mundo existiese” (Jn. 17:4-5). Al enseñar a sus discípulos
a orar, les dijo:”Ustedes, pues, orarán así: Padre nuestro que estás en los
cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en
el cielo, así también en la tierra” (Mt. 6:9-10). La gloria de Dios se hace
manifiesta en la tierra cuando su reino viene y su voluntad se establece. El
reino de Dios viene cuando el hombre abre su corazón a Dios a través de
Jesucristo. Es el corazón del hombre el lugar escogido por Dios para establecer
lugar, habitación en el hombre. Aquellos que crean en Jesús, por medio de la
palabra del evangelio, y por la palabra del testimonio, se hacen uno con Él, al
menospreciar sus vidas, y entregarlas por completo al Dios vivo y verdadero,
para que, tal como así dijo él, “como tú, oh Padre, en mi, y yo en ti, que
también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste”
(Jn. 17:21).
II.El misterio de su voluntad
Dios quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Jesucristo hombre hizo la voluntad de Dios en
la tierra, para que la humanidad caída pueda hacer lo mismo para con Dios,
conozcan la verdad de su Palabra, y puedan ser realmente libres. El se despojó
de su condición divina, haciéndose uno igual a nosotros, menos en el pecado.
Tomando forma de siervo, se hizo esclavo, para que nosotros fuéramos libres. Se
entregó a sí mismo en una cruz, para que ya no vivamos para sí, sino para aquel
se entregó a sí mismo por nosotros, una vez para siempre, a fin de que la
gracia, la bendición y la vida que hay en Dios, sea extendida a los hijos
adoptivos de la promesa adquirida por el Hijo de Dios.
¿Cómo nos lleva Dios a ese
propósito? ¿Cómo es su obrar en nosotros para conducirnos a hacer su voluntad?
Dios puso voluntad en el hombre, dándole capacidad para elegir, para tomar
decisiones. La mente del hombre natural envía órdenes a la voluntad y la somete
a la carne. El pecado viene con nosotros desde el primer hombre, y el alma,
conforme a nuestra naturaleza pecaminosa, nos induce a satisfacer las pasiones,
gustos y deseos de la carne. La mentalidad carnal domina al cuerpo y hace su
propia voluntad, es independiente de Dios, actúa para satisfacer sus propios
deseos; se cree autosuficiente, y que, por sí solo, puede alcanzar su destino,
y adquirir sentido y significado en la vida.
“Mas siempre que alguno se
convierte al Señor, el velo se quita. Ahora bien, el Señor es el Espíritu, y
donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Co. 3:16-17). Al
convertirnos, el Espíritu de Dios viene a morar en el espíritu nuestro, y
nacemos de nuevo. Nos convertimos en nueva criatura, hecha según Dios. El Espíritu
nos da vida nueva. El velo se rompe. Entendemos la sabiduría de Dios de que, no
es haciendo nuestra voluntad que somos libres, sino haciendo su voluntad. Y la
voluntad de Dios la conocemos por intuición. Dios influencia el espíritu
nuestro, a nuestro corazón, a nuestra conciencia, para darnos discernimiento
espiritual, para que no tomemos decisiones conforme a nuestros deseos, sino
conforme al corazón de Dios. Dios puso su Espíritu en el nuestro para que
tengamos intimidad con él, y lleguemos a la comunión perfecta con él, para que
le adoremos por la eternidad; para ser nuestro Padre, dándonos herencia,
derechos, privilegios, bendición y vida eterna; y para mostrarnos su amor.
En el hombre espiritual, la
voluntad rendida a Dios, el corazón, envía órdenes a la mente para obedecerle y
hacer su voluntad. El hombre espiritual depende de Dios en todo, se somete en
obediencia. Solo el nacido de nuevo puede alcanzar ese propósito, que no
podemos hacer por nosotros mismos,
“porque la creación fue sometida a vanidad, no por su propia voluntad,
sino por causa del que la sometió en esperanza. (…) Porque por esperanza fuimos
salvos, pero la esperanza que se ve, no es esperanza, porque lo que alguien ve,
¿a qué esperarlo? Pero si esperamos lo que no vemos, mediante la paciencia lo
aguardamos. Y de igual manera, también el Espíritu nos ayuda en nuestra
debilidad, pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el
Espíritu mismo intercede por nosotros, con gemidos indecibles. Y el que
escudriña los corazones, sabe cuál es la mentalidad del Espíritu, porque
conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos” (Ro. 8:20 y 24-27).
Los santos son los justos,
justificados por la gracia de Jesucristo, los que hacen la voluntad de Dios,
haciendo buenas obras, que se ofrendan a sí mismos como sacrificio vivo, como
ofrenda grata, agradable a Dios. Y es entonces que el Espíritu nos ayuda en
nuestra debilidad, intercede por nosotros, para proveernos lo que conviene a
nuestras vidas y el propósito para el que fuimos creados se cumpla.
Tenemos un llamamiento santo, y
es alcanzar la perfección, conforme al modelo de Jesús, el varón perfecto. I
Pe. 2:21:”Pues para esto fueron llamados, porque también Cristo padeció por
ustedes, dejándonos su ejemplo, para que sigamos sus pisadas”. Jesucristo nos
dejó la imagen de la perfección de Dios, de su santidad, muriendo en una cruz,
para que nosotros renunciemos a sí mismos, carguemos nuestra propia cruz y le
sigamos. Padeció y aprendió obediencia por lo que padeció, para que sigamos su
ejemplo, para que podamos crecer hacia la madurez espiritual conforme a la
naturaleza propia del varón perfecto, y no de acuerdo a la mente carnal y
pecaminosa, no según los deseos engañosos de la carne. “Y sabemos que todas las
cosas cooperan para bien de los que aman a Dios, de los que son llamados
conforme a su propósito” (Ro. 8:28).
III.De corazón a corazón
La mentalidad del Espíritu es
revelada al nuestro por aquel que escudriña los corazones. Entramos en el
corazón de Dios por la conciencia, por el espíritu; lo logramos cuando el
corazón nuestro se conecta al corazón de Dios, cuando tenemos el discernimiento
para hacer, no nuestra voluntad, sino la de Dios. El Espíritu nos da a conocer
las cosas de Dios, que nadie conoce. “Pero el hombre natural no capta las cosas
que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede
conocer, porque se han de discernir espiritualmente” (i Co. 2:14).
En el cuerpo físico del hombre,
el corazón envía la sangre al cerebro para establecer la regla de oro del
existir. Pensamos, porque nuestras neuronas son oxigenadas a través de la
sangre, que da vida al cuerpo. La mente domina la voluntad del hombre natural.
En el hombre espiritual no es así. I Co. 2:15-16 dice:”En cambio, el espiritual
discierne todas las cosas, pero él no es enjuiciado por nadie. Porque, ¿quién
conoció la mente del Señor, para que pueda instruirle? Mas nosotros tenemos
la mente de Cristo”.
El corazón domina la voluntad
del hombre espiritual. Al fusionarse su espíritu con el de Dios, en comunión
con su Espíritu, piensa y actúa conforme a la mente de Cristo. Su mente no es
carnal, es espiritual, conforme a la de Cristo. No busca lo que le interesa, lo
que le conviene o lo que le gusta. El hombre espiritual tiene buena conciencia,
capaz de escuchar la verdad, el bien. Es en la conciencia, en ese lugar
interior de relación con Dios, donde El nos habla y nos ayuda a comprender el
camino que debemos tomar. El hombre espiritual se humilla delante de Dios,
obedece, ama de corazón y le sirve a Dios con pureza de intención. El hombre
espiritual aprende a escuchar la voz de Dios, y es completamente libre. De esta
manera, se cumple el propósito para el que fuimos creados. El apóstol Pablo, en
I Co. 2:6-10, dice:” (…) hablamos sabiduría entre los que han alcanzado
madurez, y sabiduría, no de este mundo, ni de los príncipes de este mundo que
va desapareciendo, sino que hablamos sabiduría de Dios en misterio, la
sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra
gloria, (…) como está escrito: Cosas que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni han
subido al corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para los que le
aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por medio del Espíritu, porque el
Espíritu todo lo escudriña, aun las profundidades de Dios”.
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