Ing. Juan Betances.
Dios creó el
hombre a su imagen para que reflejara su propia naturaleza y para que fuera
portador de su gloria. La gloria de Dios fue dada a conocer a la humanidad de
manera pública a través de Jesucristo. La imagen del Dios invisible se
evidenció a través del Hijo de Dios. Como dice el evangelio de S. Juan: “A Dios
nadie lo ha visto jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él
lo ha dado a conocer” (Jn. 1:18). El propósito con que ese Dios invisible nos
formó desde el principio, era para que, la misma gloria que existía desde la
fundación del mundo, entre el Padre y el Hijo, sea manifiesta ahora en nosotros
mismos, los hombres, por medio de Cristo Jesús, el Hijo del Hombre, el mediador
único entre Dios y los hombres.
Para que
seamos uno, como el Padre y el Hijo uno son.
El propósito
principal de la creación del hombre era hacernos uno con Dios, tal como el
Padre y el Hijo eran uno desde la eternidad. Al hacernos uno con él, la gloria
que hay en él se hace manifiesta en nosotros, por la herencia adquirida para
con nosotros por el sacrificio de Jesucristo en la cruz; porque El, nuestro
mediador ante Dios, abrió las puertas del cielo que estaban cerradas, al
obedecer al Padre en todo y cumplir su voluntad (la de Dios) en la tierra.
Haciéndose hombre, y padeciendo por nosotros, tomó nuestro lugar, para
prepararnos morada en el cielo. Y, por su sangre, adquirió para Dios, hombres
de toda raza, lengua y nación, a fin de darnos a conocer el misterio de su
voluntad: que fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor,
predestinándonos a que fuésemos adoptados como hijos suyos, “para alabanza de
la gloria de su gracia, que nos ha colmado en el Amado” (Ef. 1:6 y 4-9).
¿Qué es la
gloria de Dios y cómo se manifiesta? Es la exaltación a lo sumo del amor que
brota de la unidad del Dios Trino (Padre, Hijo y Espíritu Santo) en un solo
ser; y se manifiesta al hacerse uno en propósito y actuar en unidad perfecta,
para llevar a cabo esa voluntad, ese propósito. El Espíritu Santo es el
ejecutor de ese propósito que Dios estableció, haciéndonos hijos, y llevándonos
a la santidad.
Cuando nos
hacemos uno con Dios, el resplandor de su gloria brilla en nosotros. Isaías 60:
1 dice:”Levántate y resplandece, porque ha venido tu luz, y y la gloria del
Señor ha amanecido sobre ti. Porque he aquí que tinieblas cubrirán la tierra y
oscuridad las naciones; mas sobre ti amanecerá el Señor, y sobre ti será vista
su gloria”. Nos hacemos uno con él para manifestar su gloria. Nos hacemos uno
con él si hacemos su voluntad en la tierra.
Jesús
glorificó a Dios en la tierra al llevar a término la obra que el Padre le había
encomendado ejecutar. El oró al Padre diciendo:” Yo te he glorificado en la
tierra; he llevado a término la obra que me diste a realizar. Ahora, pues,
Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con
aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo existiese” (Jn. 17:4-5). Al
enseñar a sus discípulos a orar, les dijo:”Ustedes, pues, orarán así: Padre
nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino.
Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mt. 6:9-10).
La gloria de Dios se hace manifiesta en la tierra cuando su reino viene y su
voluntad se establece. El reino de Dios viene cuando el hombre abre su corazón
a Dios a través de Jesucristo. Es el corazón del hombre el lugar escogido por
Dios para establecer lugar, habitación en el hombre. Aquellos que crean en
Jesús, por medio de la palabra del evangelio, y por la palabra del testimonio,
se hacen uno con Él, al menospreciar sus vidas, y entregarlas por completo al
Dios vivo y verdadero, para que, tal como así dijo él, “como tú, oh Padre, en
mi, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea
que tú me enviaste” (Jn. 17:21).
Dios quiere
que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Jesucristo hombre hizo la voluntad de Dios en
la tierra, para que la humanidad caída pueda hacer lo mismo para con Dios,
conozcan la verdad de su Palabra, y puedan ser realmente libres. El se despojó
de su condición divina, haciéndose uno igual a nosotros, menos en el pecado.
Tomando forma de siervo, se hizo esclavo, para que nosotros fuéramos libres. Se
entregó a sí mismo en una cruz, para que ya no vivamos para sí, sino para aquel
se entregó a sí mismo por nosotros, una vez para siempre, a fin de que la
gracia, la bendición y la vida que hay en Dios, sea extendida a los hijos
adoptivos de la promesa adquirida por el Hijo de Dios.
¿Cómo nos
lleva Dios a ese propósito? ¿Cómo es su obrar en nosotros para conducirnos a
hacer su voluntad? Dios puso voluntad en el hombre, dándole capacidad para
elegir, para tomar decisiones. La mente del hombre natural envía órdenes a la
voluntad y la somete a la carne. El pecado viene con nosotros desde el primer
hombre, y el alma, conforme a nuestra naturaleza pecaminosa, nos induce a
satisfacer las pasiones, gustos y deseos de la carne. La mentalidad carnal
domina al cuerpo y hace su propia voluntad, es independiente de Dios, actúa
para satisfacer sus propios deseos; se cree autosuficiente, y que, por sí solo,
puede alcanzar su destino, y adquirir sentido y significado en la vida.
“Mas siempre
que alguno se convierte al Señor, el velo se quita. Ahora bien, el Señor es el
Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Co.
3:16-17). Al convertirnos, el Espíritu de Dios viene a morar en el espíritu
nuestro, y nacemos de nuevo. Nos convertimos en nueva criatura, hecha según
Dios. El Espíritu nos da vida nueva. El velo se rompe. Entendemos la sabiduría
de Dios de que, no es haciendo nuestra voluntad que somos libres, sino haciendo
su voluntad. Y la voluntad de Dios la conocemos por intuición. Dios influencia
el espíritu nuestro, a nuestro corazón, a nuestra conciencia, para darnos discernimiento
espiritual, para que no tomemos decisiones conforme a nuestros deseos, sino
conforme al corazón de Dios. Dios puso su Espíritu en el nuestro para que
tengamos intimidad con él, y lleguemos a la comunión perfecta con él, para que
le adoremos por la eternidad; para ser nuestro Padre, dándonos herencia,
derechos, privilegios, bendición y vida eterna; y para mostrarnos su amor.
En el hombre
espiritual, la voluntad rendida a Dios, el corazón, envía órdenes a la mente
para obedecerle y hacer su voluntad. El hombre espiritual depende de Dios en
todo, se somete en obediencia. Solo el nacido de nuevo puede alcanzar ese
propósito, que no podemos hacer por nosotros mismos, “porque la creación fue sometida a vanidad,
no por su propia voluntad, sino por causa del que la sometió en esperanza. (…)
Porque por esperanza fuimos salvos, pero la esperanza que se ve, no es
esperanza, porque lo que alguien ve, ¿a qué esperarlo? Pero si esperamos lo que
no vemos, mediante la paciencia lo aguardamos. Y de igual manera, también el
Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad, pues qué hemos de pedir como conviene,
no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros, con gemidos
indecibles. Y el que escudriña los corazones, sabe cuál es la mentalidad del
Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos” (Ro.
8:20 y 24-27).
Los santos
son los justos, justificados por la gracia de Jesucristo, los que hacen la
voluntad de Dios, haciendo buenas obras, que se ofrendan a sí mismos como
sacrificio vivo, como ofrenda grata, agradable a Dios. Y es entonces que el
Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad, intercede por nosotros, para
proveernos lo que conviene a nuestras vidas y el propósito para el que fuimos
creados se cumpla. Tenemos un llamamiento santo, y es alcanzar la perfección,
conforme al modelo de Jesús, el varón perfecto. I Pe. 2:21:”Pues para esto
fueron llamados, porque también Cristo padeció por ustedes, dejándonos su
ejemplo, para que sigamos sus pisadas”. Jesucristo nos dejó la imagen de la
perfección de Dios, de su santidad, muriendo en una cruz, para que nosotros
renunciemos a sí mismos, carguemos nuestra propia cruz y le sigamos. Padeció y
aprendió obediencia por lo que padeció, para que sigamos su ejemplo, para que
podamos crecer hacia la madurez espiritual conforme a la naturaleza propia del
varón perfecto, y no de acuerdo a la mente carnal y pecaminosa, no según los
deseos engañosos de la carne. “Y sabemos que todas las cosas cooperan para bien
de los que aman a Dios, de los que son llamados conforme a su propósito” (Ro.
8:28).
De corazón
a corazón
La mentalidad
del Espíritu es revelada al nuestro por aquel que escudriña los corazones.
Entramos en el corazón de Dios por la conciencia, por el espíritu; lo logramos
cuando el corazón nuestro se conecta al corazón de Dios, cuando tenemos el
discernimiento para hacer, no nuestra voluntad, sino la de Dios. El Espíritu
nos da a conocer las cosas de Dios, que nadie conoce. “Pero el hombre natural
no capta las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y
no las puede conocer, porque se han de discernir espiritualmente” (i Co. 2:14).
En el cuerpo
físico del hombre, el corazón envía la sangre al cerebro para establecer la
regla de oro del existir. Pensamos, porque nuestras neuronas son oxigenadas a
través de la sangre, que da vida al cuerpo. La mente domina la voluntad del
hombre natural. En el hombre espiritual no es así. I Co. 2:15-16 dice:”En
cambio, el espiritual discierne todas las cosas, pero él no es enjuiciado por
nadie. Porque, ¿quién conoció la mente del Señor, para que pueda instruirle? Mas
nosotros tenemos la mente de Cristo”.
El corazón
domina la voluntad del hombre espiritual. Al fusionarse su espíritu con el de
Dios, en comunión con su Espíritu, piensa y actúa conforme a la mente de
Cristo. Su mente no es carnal, es espiritual, conforme a la de Cristo. No busca
lo que le interesa, lo que le conviene o lo que le gusta. El hombre espiritual
tiene buena conciencia, capaz de escuchar la verdad, el bien. Es en la conciencia,
en ese lugar interior de relación con Dios, donde El nos habla y nos ayuda a
comprender el camino que debemos tomar. El hombre espiritual se humilla delante
de Dios, obedece, ama de corazón y le sirve a Dios con pureza de intención. El
hombre espiritual aprende a escuchar la voz de Dios, y es completamente libre.
De esta manera, se cumple el propósito para el que fuimos creados. El apóstol
Pablo, en I Co. 2:6-10, dice:” (…) hablamos sabiduría entre los que han
alcanzado madurez, y sabiduría, no de este mundo, ni de los príncipes de este
mundo que va desapareciendo, sino que hablamos sabiduría de Dios en misterio,
la sabiduría oculta, la cual Dios predestinó antes de los siglos para nuestra
gloria, (…) como está escrito: Cosas que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni han
subido al corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para los que le
aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por medio del Espíritu, porque el
Espíritu todo lo escudriña, aun las profundidades de Dios”.
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