Ing. Juan Betances
En el evangelio según S. Juan, Cap. 3, versos 3 y 5, Jesús
dijo que hay que nacer de nuevo para ver el reino de Dios. Quien no nace de
nuevo no puede entrar en el reino de Dios. En Mc. 1:14-15 dice: “(…) Jesús vino a Galilea predicando el
evangelio del reino de Dios, y diciendo: El tiempo se ha cumplido, y el reino
de Dios se ha acercado; arrepiéntanse, y crean en el evangelio”.
Se había cumplido el tiempo para que el reino de Dios se
estableciera en la tierra. El tiempo de Dios se había cumplido, porque Dios
mismo estaba haciendo acto de presencia en la tierra por medio de Jesucristo.
El reinado de Dios se había acercado; se establece cuando el hombre se apropia
de la obra salvadora de Jesús, y recibe la buena noticia de que Dios envió a la
tierra al Verbo, la Palabra hecha carne, y cree en su corazón que resucitó de
entre los muertos.
Gracia sobre gracia (I)
Si confesamos a Jesús con nuestra boca, se establece el
reinado de Dios como Señor y Salvador de nuestras vidas. Si creemos en nuestro
corazón que resucitó de entre los muertos, somos justificados por su gracia.
Una revelación grandiosa viene a nuestras vidas. Nuestros ojos espirituales se
abren y se rompe el velo que nos separaba de Dios, en el proceso del nuevo
nacimiento.
Dios estableció un pacto de amor con su pueblo y lo dio
a conocer a través del Cristo, el Enviado, el Salvador. Era este un hombre
nacido de mujer, mas no de varón. El
Espíritu de Dios cubrió a María con su sombra, y el hijo que nació de ella fue
llamado Hijo de Dios. Era Hijo de hombre, porque nació de mujer. Una mujer
prestó su cuerpo físico al proclamarse esclava del Señor ante el anuncio del
ángel, para que un hombre físico pudiera venir de parte de Dios, y naciera de ella
quien realizara el plan de salvación de Dios para con el hombre caído por el
pecado.
El primer hombre pecó, y como consecuencia arrastró la
muerte eterna para la humanidad. El hombre había perdido la posibilidad de
acercarse a Dios por la desobediencia del primer hombre. La paga del pecado es
muerte, y el hombre estaba destinado a muerte eterna, como consecuencia de su
desobediencia a Dios. Para adquirir derecho legal a ejecutar la obra redentora,
se hace hombre. Porque si por un hombre había entrado el pecado al mundo, por
otro debía entrar la gracia de Dios.
Adán pecó, se apartó de Dios, y el producto de su pecado
era la muerte, la enfermedad y la
destrucción. Dios, en su gran amor, por su gran misericordia, se hizo hombre él
mismo, tomando forma de hombre, despojándose de su condición de Dios, y haciéndose
uno como nosotros. Y ese hombre, Jesús, se sometió en obediencia a Dios en
todo. No cometió pecado, era santo. Venció la tentación, nunca hubo engaño en
su boca. Su sangre era pura, inmaculada, sin mancha.
Esa sangre la entregó en sacrificio como expiación por
los pecados del hombre, para que el hombre pueda llegar a Dios, y ser alcanzado
por su gracia. El justo entregó su vida en la cruz, nos justificó a nosotros
hombres pecadores; y pagó el precio de nuestro rescate, por el derramamiento de
su propia sangre.
Lv. 17:11 dice:”Porque la vida de la carne en la sangre
está, y yo se la he dado para hacer expiación sobre el altar por sus almas, y
la misma sangre hará expiación por la persona”. La vida de Jesús corría por su
sangre y esta vida la había dado Dios, no ningún hombre. No fue un
espermatozoide masculino el que fecundó el óvulo femenino de María e hizo nacer
a Jesús. Este fue engendrado por el mismo Dios. Por su sangre corría la vida de
Dios y esa vida la entregó por completo, mediante el sacrificio de su cuerpo en
la cruz. Se inmoló en una cruz, eliminando el acta de los decretos que nos era
contraria y nos separaba de Dios, y estableciendo la reconciliación del hombre
con Dios, mediante su pacto de paz en el altar
de la cruz, por medio de su sangre. Su sangre fue la tinta indeleble que
selló el pacto de amor y de paz de Dios con la humanidad.
La sangre de Jesús hace expiación por los pecados del
hombre. Quien era justo, no tenía que pagar precio por su rescate. El se
convirtió en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, tomando nuestro lugar. Por
su crucifixión y muerte, anuló la muerte eterna, y se convirtió en vida eterna
para los que creen en su nombre, en garantía de salvación eterna.
Jn. 1:16-17 dice:” Porque de su plenitud todos hemos
recibido, y gracia sobre gracia. Pues la ley fue dada por medio de Moisés, pero
la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo”. La verdad de Dios ha
sido revelada a los hombres por medio de Jesucristo. La gracia de Dios es dada
a los que creen y confiesan su nombre.
Es Jesucristo el Camino a Dios. Hay un solo mediador
entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre,
según I Tim. 2:5. El es el mediador único entre Dios y los hombres, mediador del
nuevo pacto de amor y de paz de Dios con el hombre caído. Jesucristo hombre es el puente de enlace único
entre el hombre y Dios. Vivió en comunión permanente con el Padre hasta su
muerte, y es prenda de salvación para aquellos que le creen.
En Jesucristo, Dios probó que es el dador de la vida.
Venció a la muerte al resucitar. La Verdad salió a flote, a la luz, y se nos ha
revelado. Ahora podemos beber de su fuente, saciarnos de su plenitud, y
adquirir gracia sobre gracia, por sus méritos, por sus llagas, por sus heridas,
por su sangre. Podemos acudir confiadamente al trono de la gracia, para
encontrar el oportuno socorro. Jesucristo hombre es la imagen perfecta del Dios
invisible, la revelación dada a conocer del Dios desconocido.
Jesucristo restableció la imagen verdadera del Dios
viviente, perdida por el pecado del primer hombre, Adán, lo cual nos apartó de
Dios; pero Jesús nos abrió las puertas del cielo, para que podamos llegar a
tener comunión intima con Dios. Nos dio el ejemplo él mismo, mediante una
continua búsqueda del rostro de Dios, en intimidad, en oración constante, y
haciendo siempre la voluntad del Padre que lo había enviado, en comunión
perfecta con el Padre. Haciéndonos participe de sus padecimientos, cargó sobre
si con todos nuestros pecados, nuestras enfermedades y dolencias.
La herencia del Padre la adquirió Jesús por nosotros y
para nosotros a precio de sangre. El puro y sin mancha, se ofreció como Cordero
Santo, para que su sangre pura y sin mancha pueda purificarnos y limpiarnos a
nosotros, hombres pecadores. No había un solo justo en la tierra, y Dios mismo
se hace hombre para justificarnos a nosotros. Y después de haber padecido, se
presentó vivo, con muchas pruebas indubitables, a los apóstoles que había
escogido, “(…) apareciéndoseles durante cuarenta días, y hablándoles del reino
de Dios. Y estando reunido con ellos, les mandó que no se fueran de Jerusalén,
sino que aguardasen la promesa del Padre, las cuales, les dijo, oyeron de mi”
(Hch. 1:3-4).
La promesa del Padre era el Espíritu Santo. Posterior a
su muerte, Jesús dijo que debía subir al Padre para ser glorificado. El hombre ejecutor del plan
de salvación, que vino de parte de Dios a la tierra, debía subir al Padre, para
adquirir toda autoridad sobre los cielos, en la tierra y sobre el infierno y
sus demonios.
Ahora el hombre puede tener comunión perfecta con Dios,
por medio del Espíritu Santo, que es el Espíritu que habitaba en Jesús. Cuando
Jesús murió, fue su cuerpo físico el que murió. Pero su ser, el Espíritu que
había en él, no murió, porque la vida de Dios estaba en El. Ese Espíritu nos lo
envió en Pentecostés, y está con
nosotros todos los días, y mora en nosotros los que creemos en Jesús; es
nuestro ayudador, nuestro guía, nuestro consolador.
Como hombre, Jesús había adquirido el derecho a ser mediador
entre Dios y los hombres al no cometer pecado y decir siempre la verdad. Como
Dios, rompió el velo que nos separaba de su presencia, para que podamos entrar
al Lugar Santísimo, y tener vida nueva y transformada, a imagen de aquel que
nos amó.
Vidas transformadas (III)
La autoridad para vencer el pecado en nosotros proviene
de Jesús. El se sometió en obediencia en todo y adquirió, como Hijo de Dios,
toda la autoridad para ejercer el poder que le había sido delegado. Todo el ser
de Dios puede ser transmitido a nosotros por su Espíritu, para que podamos
adquirir su mente, la mente de Cristo.
El hombre natural está llamado a tener un encuentro
personal con Dios, para que la vida de Dios sea reflejada en él. La vía es el
Camino único y seguro al Padre, Jesucristo. No hay vida sin espíritu, porque el
espíritu es el que da la vida. Conectados a El por medio de su Espíritu, todo
el poder que hay en Dios nos habilita para vencer la tentación y no caer en
pecado.
El destino final del hombre es la eternidad, pero hay
que conquistarla a través de aquel que tiene calidad para dar vida eterna. Su nombre es Jesús. Vida nueva hay
para el que cree en El. Esta vida nueva, este nuevo nacimiento, toma lugar en
el espíritu nuestro, en el corazón del hombre, cuando el Espíritu Santo viene a
nosotros, y nos da discernimiento espiritual para distinguir el bien del mal, y
nos da la fortaleza para producir los cambios necesarios en nuestra manera de
pensar.
Dios nos da un corazón nuevo, sensible a oír su voz,
capaz de separar lo bueno de lo malo; un corazón blando, dócil, dispuesto y
abierto a escuchar su voz y obedecerle; un corazón integro, puro; un corazón de bien, preparado para buenas
obras. No es en nuestra mente donde se produce el nuevo nacimiento, es en
nuestro espíritu. Pero ese cambio se hace en la renovación de nuestra mente,
con pensamientos nuevos, pensamientos que provienen de Dios; y se hacen
manifiestos, con evidencias palpables, en nuestras obras.
Las buenas obras solo pueden ser realizadas cuando
nuestra mentalidad ha cambiado; cuando, en lugar de pensar en nosotros mismos,
seamos capaces de renunciar al yo; y despojándonos de nuestra condición humana,
que nos induce a satisfacer los deseos y pasiones de la carne, vivamos en el
espíritu, manifestando el fruto del espíritu en nuestras vidas. La palabra de
Dios limpiará nuestra mente y se manifestarán
pensamientos que provienen de Dios.
Para que el reino de Dios llegue a nuestras vidas, hay
que acudir confiadamente al trono de la gracia, del Rey de reyes y Señor de
señores. Por su gracia fuimos redimidos; y por su sangre, recibimos el perdón
de nuestros pecados, lo que nos permite
realizar día a día, los cambios en nuestra mente, en nuestra manera de pensar,
en nuestras actitudes. Ese cambio es el reflejo de la gloria
de Dios en nosotros sus hijos, adquirido por la herencia de la fe en el Hijo de
Dios. Por el espíritu, adquirimos de Dios esa herencia, y la promesa del Padre,
su Espíritu, transforma nuestras vidas conforme a la imagen del varón perfecto,
Jesucristo.
Dios, a través de su Espíritu, se conecta con nuestro
corazón, para establecer una relación de intimidad con el hombre, y podamos así
llegar a la comunión con El. Puso libertad en nosotros, capacidad para elegir y
tomar nuestras propias decisiones. Puso voluntad en el hombre, para que actuara
conforme a su voluntad; para ejercitar esa voluntad en verdadera libertad, en
la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Y la verdadera libertad de hijo se
adquiere al someterse como esclavo ante Dios, dejando que su Espíritu haga la
obra en nosotros. Es así como podremos ver la manifestación de la gloria de
Dios en nosotros, por experiencia personal, por experiencia de vida.
Dios está levantando una nueva generación de hombres,
valientes esforzados, que se atrevan a asumir el reto. Hombres de valor, que
mediante el testimonio de sus propias vidas, establezcan el propósito de Dios
en la tierra. Son las vidas transformadas las que producirán los cambios en
nuestras naciones, en nuestras iglesias y nuestras vidas. Vidas que se hayan
dejado influenciar hasta el extremo del poder de Dios, que hablen con el
ejemplo; hombres visionarios, diferentes y únicos. Vidas que hayan sido
transformadas, para ser luz ante las naciones, para realizar los cambios que
Dios quiere hacer en la tierra. Decídete a ser transformado, y verás la gloria
de Dios en tu vida.
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