Dr. Néstor
Saviñón
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Uno de
nuestros personajes históricos menos comprendidos y peor valorados es Juan
Pablo Duarte. Aunque su figura y frases forman parte de la identidad nacional
desde la repatriación de sus restos, no hay muchos seguidores de Duarte.
Digo estas
palabras, ya que una buena parte de los dominicanos conocemos la vida y hechos
del Padre de la Patria: un joven brillante que sacrificó todo por crear una
nación independiente denominada República Dominicana, y tras largos años de
exilio y miserias, muere en Venezuela, en la más abyecta pobreza. Un
organizador brillante, un visionario, y una persona que creía en su pueblo, en
la dignidad del mismo y su derecho a regirse por leyes propias y tener un
pabellón y lugar en el mundo dentro del concierto de países civilizados.
Lamentablemente,
ese ejemplo de altruismo, de sacrificio en pro del bien colectivo, esa claridad
meridiana de cómo obrar, han brillado por su ausencia en los 170 años de
historia republicana. Durante esas diecisiete décadas, salvo algunos períodos especialísimos,
se ha aplicado el egoísmo, el personalismo y el interés privado. Por ello, el
nombre de Duarte, aún hoy, para muchos sectores, es incómodo, ya que es el
modelo de todo lo contrario a lo que son.
No sólo los
gobernantes son los culpables de este amor al dinero y desprecio a la
solidaridad y al interés colectivo. Cada sector social se ha apropiado de las
ideas que más les convienen, no sólo de Duarte, sino de otros patricios y lo
aplican según sus intereses.
Por eso, 202
años después de su nacimiento, creo que debemos preguntarle a Duarte, quién es
él, para que recordemos su valor, su arrojo, su dignidad, y esos valores vayan
permeando esa epidermis tan dura que tenemos como país y valoremos lo que
tenemos, una nación elegida por Dios para ser la Atenas del Nuevo Mundo, donde
todo inició en América, y que generosamente recibe a todo inmigrante. Un
terreno fértil, donde cualquier semilla o grano que se tire en el camino
germina con facilidad. Un territorio pequeño, que aunque enmarcado en una isla,
tiene vocación de continente, al poseer una riqueza en flora y fauna asombrosa
y una diversidad de climas sorprendente. Un pueblo de hombres y mujeres
trabajadores, creyentes y luchadores.
Por todo eso,
el ejemplo de Duarte debe ser rescatado, y ser nuestro modelo. En el mismo
encontramos las esencias más puras de la dominicanidad. Y es nuestra carta de
ruta, que marca lo que fuimos, somos y seremos. Y por ello, en nuestros
mentideros, campos, parajes, ciudades, en cada calle, callejón o doquiera habite
un dominicano, debe haber un hombre o una mujer con ese convencimiento y ese
deseo de defender la patria y demostrar que tantos sacrificios y tanta sangre
vertida no ha sido en vano.
Hoy, más que
nunca, debemos emular a Duarte, a Luperón y a muchos otros patriotas que nos
legaron esta patria. Si así lo hiciésemos, las futuras generaciones nos lo
agradecerán. Si no lo hacemos, la historia y nuestras conciencias nos
condenarán.
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