El grupo de niños jugaba muy alegre. David
Bertolotto, instructor de natación que tenía diecisiete años de edad, estaba
dando la clase a catorce estudiantes que tenían entre cuatro y seis años de
edad. Era una piscina cubierta de una Asociación de Jóvenes en Roxbury,
Massachussets, Estados Unidos.
En plena clase, un crujido siniestro los hizo
mirar hacia arriba. El techo de cemento, a quince metros de altura, comenzó a
desplomarse. David elevó una oración rapidísima: “¡Señor, ayúdanos!”, y
frenéticamente empezó a sacar niños de la piscina y del edificio. Cuando hubo
retirado al último, el techo cayó del todo. Un trozo de cemento le pegó a David
en un lado del cráneo. No lo mató, pero le desgarró parte del cuero cabelludo.
“Cuando se hunde el piso o se desploma el
techo dijo David en el hospital, lo mejor es clamar de inmediato a Dios.”
David tenía toda la razón. Había obtenido
empleo temporal como instructor de natación de niños pequeños en esa
institución. En la primera sesión había ocurrido lo inesperado. Y en ese
momento terrible, su fe en Dios le había hecho, primeramente, clamar a Dios en
forma instantánea, y luego disponerse animosamente al trabajo del rescate. Así
salvó la vida de todos los niños.
¿Qué podemos hacer cuando el techo se nos
viene encima? No el techo de un edificio sino el de nuestra vida: nuestra
situación económica, nuestra condición familiar, nuestra salud, nuestras
emociones. Cuando todo parece desplomarse y venírsenos encima, ¿qué podemos
hacer?
Algunos salen corriendo desesperadamente,
tratando de huir de la situación. Otros se sumergen en un lago de alcohol,
tratando de no pensar. Otros se dan a los estupefacientes para
insensibilizarse. Y otros se encierran en su problema y no tienen nada que ver
con nadie. Pero nada de esto resuelve el problema. Al contrario, lo empeora.
La solución es hacer lo que hizo David
Bertolotto: clamar a Cristo, fuente viva de toda ayuda, todo socorro y toda
respuesta. Es fácil acudir a Cristo en cualquier emergencia de la vida cuando
Cristo es nuestro amigo de todos los días, es decir, cuando vivimos acostumbrados
a la oración. ¿Cómo logramos eso? Buscando su amistad, entregándole nuestra
voluntad, nuestro afecto y nuestra confianza. No es difícil; Cristo nos está
esperando.
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