miércoles, 8 de febrero de 2017

TODO LO QUE RESPIRA ALABE A JEHOVÁ

“¡Aleluya! ¡Alabad a Dios en su santuario! ¡Alabadle en su poderoso firmamento! ¡Alabadle por sus proezas! ¡Alabadle por su inmensa grandeza! ¡Alabadle con toque de corneta! ¡Alabadle con lira y arpa! ¡Alabadle con panderos y danza! ¡Alabadle con instrumentos de cuerda y flauta! ¡Alabadle con címbalos resonantes! ¡Alabadle con címbalos de júbilo! ¡Todo lo que respira alabe a Jehovah! ¡Aleluya!”(Salmos 150:1-6)

El capítulo 150 del libro de Salmos es un mandato divino que encierra el consejo más sabio que puede albergar libro alguno sobre la tierra. La congregación que alaba a su Creador con toda su alma y todo su corazón ocupa el papel del hijo obediente y zalamero que sabe endulzar a sus padres para obtener de ellos todo lo que quiere, porque no hay padre que se resista al endulzamiento proveniente de los labios de sus hijos obedientes. Lo mismo ocurre con nuestro Padre Celestial, él percibe las intenciones puras de los corazones que lo alaban llenos de amor y adoración, llenos de agradecimiento y con el anhelo de servir y postrarse ante sus pies.

Es maravilloso como Dios se agrada y se mueve durante la alabanza de su pueblo, porque su presencia se hace manifiesta, lo que  descubrió  el Rey David, en sus años mozos, al abrir su corazón y mente a Dios, con el que mantuvo una excelente comunión, siendo considerado por el mismo Creador como  conforme a su corazón. En la Biblia, en el  libro de los Salmos, vemos la extraordinaria inspiración de David en sus cánticos, de tal manera que a través de ellos el Espíritu Santo le reveló aspectos interesantes sobre la vida y los sufrimientos de Cristo en la cruz del calvario. 


David describió a Jesucristo al decir: “Eres el más hermoso de los hijos de los hombres; la gracia se derramó en tus labios; por tanto, Dios te ha bendecido para siempre”. Ciñe tu espada sobre el muslo, oh valiente, con tu gloria y con tu majestad” (Salmos 45:2-3). Al referirse a la gracia derramada por Dios, a favor del hombre pecador, en el Salmo 22, David comienza clamando “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has desamparado?” Lo que fue el mismo clamor que Jesucristo emitió en el momento en que sintió el abandono del Padre, cuando estaba clavado en la cruz del calvario, expiando con su sangre todos los pecados pasados, presentes y futuros de la humanidad.

Algo interesante en la vida de David, el segundo rey de Israel, era que reconocía  la santidad de Dios, y la importancia de la alabanza, cuando expresa en el Salmo 22:3 “Pero tú eres santo, Tú que habitas entre las alabanzas de Israel”. Durante su reinado, David nunca perdió una batalla, porque su confianza estaba puesta en Dios, por lo que manifestaba: “Ahora conozco que Jehová salva a su ungido; lo oirá desde sus santos cielos con la potencia salvadora de su diestra.

Estos confían en carros, y aquellos en caballos; más nosotros del nombre de Jehová nuestro Dios tendremos memoria”. Salmos 20:6-7.    El deleite de David, quien manejaba con gran habilidad el arpa, era alabar a Dios con mucho gozo y una de sus más bellas inspiraciones es como aquel salmo que dice: “Aclamad a Dios con alegría, toda la tierra. Cantad la gloria de su nombre; poned gloria en su alabanza. Decid a Dios: ¡Cuán asombrosa son sus obras!   Por la grandeza de su poder se someterán a ti tus enemigos. Toda la tierra te adorará y cantará a ti; cantarán a tu nombre”, Salmos 66:1-4.    Cuanta consolación,  gozo, seguridad y amor nos trae con el Salmo 23, que dice: “Jehová es mi pastor, nada me faltará. 

En lugares de delicados pastos me hará descansar; junto a aguas de reposo me pastoreará. Confortará mi alma; me guiará por sendas de justicia por amor de su nombre. Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tú vara y tu cayado me infundirán aliento. Aderezas mesa delante de mí en presencia de mis angustiadores; unges mi cabeza con aceite; mi copa está rebosando. Ciertamente el bien  y  la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en la casa de Jehová moraré por largos días.


El sello celestial a tan sinceras alabanzas lo colocó el Señor Jesucristo al referirse durante su ministerio a las palabras del rey David, quien es dmirado, respetado y hasta venerado por los judíos, quienes sin embargo ponían en tela de juicio al mismo Salvador del mundo, por lo que Jesús les habló diciéndoles:” Habiéndose reunido los fariseos, Jesús les preguntó diciendo: -¿Qué pensáis acerca del Cristo? ¿De quién es hijo? Le dijeron: -De David. El les dijo: -Entonces, ¿cómo es que David, mediante el Espíritu, le llama Señor? Pues dice: Dijo el Señor a mi Señor: "Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies." Pues, si David le llama Señor, ¿cómo es su hijo? Nadie le podía responder palabra, ni nadie se atrevió desde aquel día a preguntarle más”(Mateo 22:41-46). 

Estos cortos versos encierran mucho más de lo que en unos breves párrafos puede ser explicado, pero, lo que es más que evidente es que la misericordia de Dios brinda oportunidad aún a aquellos que lo niegan y se oponen a su verdad para que lo alaben, él mismo les da la respuesta a las preguntas que le formula, porque David sabía en el espíritu que el Salvador del mundo llegaría y redimiría de pecado a la humanidad y por esa razón lo adoraba y daba gracias a Dios. Ese fue su gran legado, más que las batallas y riquezas que dejó al pueblo de Israel, más que los pueblos conquistados y sometidos al dominio judío, fueron sus alabanzas al Creador, su obediencia y entrega… fue su corazón puro que se postraba agradecido ante la presencia del Padre Celestial. 

Pero, sus propios descendientes no podían ver más allá de sus narices, porque ponían el corazón en las cosas materiales y dejaban a un lado lo verdaderamente importante, que es alabar a Dios en espíritu y en verdad, como un verdadero adorador lo hace, tal y como lo hacía el rey David. Aprendamos como David, a alabar y a confiar en Dios en cualquiera de las circunstancias que se nos presente en la vida, aunque según nuestra apreciación personal estas sean buenas o malas, porque nuestro Señor mantendrá siempre el control y permitirá lo que mejor nos convenga. Bendiciones.

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