lunes, 30 de septiembre de 2013

VIDA QUE ES POR LA FE

Por: Ing. Juan Betances
 
En una ocasión, un hombre importante de los fariseos llamado Nicodemo, vino a Jesús de noche, y le dijo:” Maestro, sabemos que has venido de Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si Dios no está con él. Respondió Jesús y le dijo: De cierto de cierto te digo, que el que no nace de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Jn. 3:1-3).
 
Nicodemo le pregunta, entonces, a Jesús, cómo puede nacer de nuevo un hombre siendo viejo; si es que acaso puede entrar, por segunda vez, en el vientre de su madre, y nacer. Jesús le respondió:” (…) el que no nace de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reno de Dios. Lo que nacido de la carne, carne es, y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te asombres de que te dije: Te es necesario nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo el que es nacido del Espíritu.” (3:5-8)
 
En los versos 14-15 dice que Jesús continuó diciendo:” (…) así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo aquel que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Jesús estableció una herencia garantizada para aquel que lo recibe y cree en su nombre; adquiere el derecho a ser llamado hijo de Dios, y por la fe en el Hijo de Dios, tiene acceso al Padre.
 
Fe salvadora (I)
 
Jesús fue levantado como rey por los judíos en una cruz, y por la obediencia de él, se convirtió en primicia de salvación para los que creen en su nombre. El nuevo nacimiento se da en el hombre que nace del Espíritu. Quien confiesa a Jesús como Señor de su vida y le reconoce como su Salvador, el Espíritu de Dios viene a morar en él; quien recibe a Jesús, Verbo de Dios, ese ha nacido de Dios y conoce a Dios. Porque a Dios nadie lo ha visto, pero Jesucristo lo ha dado a conocer, y está vivo entre nosotros por su Espíritu.
 
Nuestro cuerpo y nuestra alma no son transformados por el nuevo nacimiento. Para que seamos transformados y cambiados, necesitamos renovar nuestra mente, nuestro entendimiento, ser regenerados, a fin de conocer la voluntad buena, agradable y perfecta de Dios. Para ser cambiados, necesitamos renovar nuestra mente cada momento de nuestro existir, día a día. ¿Cómo lo logramos? ¿Por nuestras propias fuerzas podemos conseguir cambio permanente? No, tenemos un ayudador, el Espíritu Santo, que nos lo dejó Jesús, para que no estemos solos, para que podamos restablecer la relación con nuestro Padre Celestial, luego que el pecado estableció una separación de nosotros con Dios, para tener relación de comunión cálida, tierna, afectiva y abierta con El.
 
Esta regeneración de nuestra mente, este cambio, esta metamorfosis, se realiza cada día, día a día, acudiendo a rociarnos y sumergirnos, diariamente, de manera permanente, con la sangre de Jesús, que perdona nuestras faltas, nos limpia y nos purifica de nuestras  iniquidades y pecados, rompiendo toda maldición y toda maldad, y liberándonos de todo arrastre de maldición. Esta transformación se da, acudiendo con fe a comer diariamente del alimento de vida que calma nuestra sed y sacia nuestra hambre, la Palabra de Dios. Se logra, arrepintiéndonos cada día de pecado, limpiando nuestra conciencia de obras muertas y manteniendo el pacto eterno de amor con el Dios de salvación.
 
Esta es una fe salvadora, adquirida a precio de sangre y rociada sobre nosotros en la cruz, y de la que debemos apropiarnos por fe: fe en la obra redentora del Dios hecho hombre, que siendo el dador de la vida y hacedor de todas las cosas, se hizo hombre a sí mismo, y se entregó voluntariamente a la peor de las muertes, muerte de cruz, a fin de que el hombre caído tenga oportunidad de vida eterna.
 
Jesús no cometió pecado, trazándonos  así el camino a la perfección, que es imitando su carácter. El carácter de Cristo destilaba amor, se había rendido en obediencia total y absoluta al Padre, y su humillación fue hasta el extremo de que, siendo Dios,  se hace hombre, muriendo en una cruz por el rescate de todos.
 
La fe salvadora permite experimentar el cambio en nuestras vidas cuando creemos que Dios puede hacernos seres diferentes, imitando a Cristo, despojándonos de nuestro viejo hombre y crucificando nuestra propia carne, con sus pasiones y deseos; creyendo que es posible cambiar para bien, si el Espíritu de Dios está con nosotros.
 
Hay un grito de fe que puede ser exclamado en el camino de los justos. Aquellos que, por fe, están dispuestos a rendir su voluntad, para servir a Dios en todo, tienen una luz de vida que le guiará al camino perfecto: a Jesucristo, luz del mundo.  Esta es la fe salvadora: la que cree en Jesús, fuente de vida eterna.
 
Fe de reino (II)
 
La fe salvadora es aquella que cree en Jesús y lo recibe en su corazón. En Jn. 3 leímos que Jesús, Dios mismo, dijo que para entrar en su reino hay que nacer de nuevo del Espíritu. Entramos al reino de Dios y tenemos la oportunidad de relacionarnos con el Rey al nacer de nuevo. Restablecemos, pues, la paz con el Rey de gloria. El Rey de gloria está vivo, y estamos llamados a entrar, por fe, en la gloria de su reinado.
 
Son dos tipos de vida que nos vino a traer. En Jn. 6:47 Jesús dijo que quien en El cree, tiene vida eterna. En Jn. 10:10 dice que Jesús vino para que tengamos vida en abundancia.  Vida eterna y vida abundante es la vida que Dios vino a dar al hombre. La vida eterna la obtendremos al morir, cuando seamos despertados y nuestro ser resplandezca, y seamos levantados  ‘a perpetua eternidad”. Dice Dn. 12:3:” Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas a perpetua eternidad”.
 
Para tener vida eterna hay que adquirir fe salvadora, la de aquellos que temen a Dios y confiesan su nombre, que le han presentado un sacrifico de alabanza a Dios, por la gracia dada en Jesucristo. La vida abundante, por otra parte, es para aquí, en la tierra, para vivirla a plenitud mientras estemos en este mundo. Para vivir una vida en abundancia, hay que obedecerle, depender de Dios, oír su voz, caminar en el Espíritu, hay que dejarse ser guiados por él.
 
La fe para vida eterna es aquella que cree en Jesús, conoce quién es y lo recibe como tal. Es una fe que teme a Dios, tiene la información de quién es, y reconoce que puede perder hasta su vida si no vive en santidad. La fe que es para vida abundante no solo teme reverentemente, ama; es fe diferente, ha echado fuera todo el miedo, porque  es fe firme, segura, está anclada en la verdadera ancla del alma, sabe en el Dios que ha creído, vive a plenitud el amor de Dios en su vida y ve la mano maravillosa de Dios en cada detalle de su caminar. Camina seguro, confiado, con Dios a su lado, con el Espíritu en su ser, que le instruye y le indica lo que ha de hacer. Es fe inconmovible.
 
La fe de reino no se detiene por nada, sigue siempre hacia adelante, corriendo la carrera que tiene por delante, puestos sus ojos en Jesús, autor y consumador de su fe. No se amilana ante las adversidades, ni se angustia por las tribulaciones, ni se paraliza por lo que ve, sino que ha alzado su mirada hacia los montes, para buscar auxilio y socorre en el Dios creador de cielos y tierra. Es fe enfocada.
 
La fe de reino ve su realidad, no en lo que se ve, sino en lo que no se ve, sabiendo que lo invisible es más poderoso que lo visible, si está afirmado y respaldado en el poder del Dios Todopoderoso.  La fe de reino es una fe comprometida. Está convencida de quién es el Dios a quien sirve y no le importa el sacrificio, con tal de agradar al ser que ama. No le importa el qué dirán, ni las criticas ni las murmuraciones, porque es fe fundamentada en la buena noticia de Dios, que es locura para los sabios de este mundo. Es fe inaccesible.
 
En Jn. 6:37 Jesús dijo que el que a Él va, no lo echa fuera. Dios nos ama siempre, está dispuesto a perdonarnos siempre, no desprecia nunca un corazón arrepentido y humillado delante de su presencia. Una fe de reino está alineada siempre a la perfecta voluntad de Dios. Ni a derecha ni a izquierda, su mirada está puesta en el Dios de salvación.
 
Para activar el poder sobrenatural de Dios, hay que agregar valor a nuestra fe, hay que añadir valor a Dios para que cambie nuestra condición. Si permanecemos igual, si nuestra fe es la misma, nuestra situación no va a variar. Hay que estar dispuestos hasta morir, para que la luz de vida resplandezca en nosotros. Hay que crucificar el yo, la carne, con sus deseos y pasiones, para que el amor de Dios sea derramado sobre nosotros y podamos ser levantados del polvo, que nuestros huesos secos adquieran vida.
 
La fe de reino es la de un hijo que clama Abba! Padre! junto al Espíritu en sus momentos de apuro y necesidad, sabiendo que el rey tiene dominio y autoridad sobre su reino, que le responderá,  y hará aun más de lo que pueda esperar y alcanzar. Es fe poderosa.
 
La fe salvadora va unida al temor reverente a Dios. Jesús lo tuvo en la cruz, cuando creyó en que Dios lo salvaría de tan grande prueba.  Sudó gotas de sangre en el Getsemaní, cargando sobre si con todas nuestras culpas y pecados. Pero hubo más en Él. Cuando los judíos lo buscaban para matarle, confesó “Yo soy”. No se limitó a dar Él mismo la prueba para su condenación, sino que a Pilatos, ante su interrogante de si era rey, al ser acusado por los judíos, le dijo: Tú lo dices, Soy rey. Para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad.
 
La fe del que ama da testimonio siempre. Es fe vencedora, que traspasa barreras, que rompe muros, que restaura vidas, que rompe cadenas. La fe de reino puede cantar aunque se vea sequedad su alma, dar gritos de júbilo aunque no vea los frutos llegar, dar gracias en medio de las adversidades, confiado en algo bueno Dios trae para su vida.
 
Quien tiene fe de reino puede proclamar a grandes voces, como en Habacuc 3:17-19:” Pues aunque la higuera no florezca, ni en las vides haya frutos. Aunque falte el producto del olivo, y los labrados no den mantenimiento, y las ovejas falten en el aprisco, y no haya vacas en los establos. Con todo, yo me alegraré en el Señor, y me regocijare en el Dios de mi salvación. Dios el Señor es mi fortaleza, el cual hace mis pies como los de las ciervas, y me hace volar en mis alturas”.

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