Por: Ing. Juan Betances
En una ocasión, un hombre importante de los fariseos llamado
Nicodemo, vino a Jesús de noche, y le dijo:” Maestro, sabemos que has venido de
Dios como maestro; porque nadie puede hacer estas señales que tú haces, si Dios
no está con él. Respondió Jesús y le dijo: De cierto de cierto te digo, que el
que no nace de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Jn. 3:1-3).
Nicodemo le pregunta, entonces, a Jesús, cómo puede nacer
de nuevo un hombre siendo viejo; si es que acaso puede entrar, por segunda vez,
en el vientre de su madre, y nacer. Jesús le respondió:” (…) el que no nace de
agua y del Espíritu, no puede entrar en el reno de Dios. Lo que nacido de la carne,
carne es, y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es. No te asombres de que
te dije: Te es necesario nacer de nuevo. El viento sopla donde quiere, y oyes
su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo el que es
nacido del Espíritu.” (3:5-8)
En los versos 14-15 dice que Jesús continuó diciendo:”
(…) así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo aquel que
cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. Jesús estableció una
herencia garantizada para aquel que lo recibe y cree en su nombre; adquiere el
derecho a ser llamado hijo de Dios, y por la fe en el Hijo de Dios, tiene
acceso al Padre.
Fe salvadora (I)
Jesús fue levantado como rey por los judíos en una cruz,
y por la obediencia de él, se convirtió en primicia de salvación para los que
creen en su nombre. El nuevo nacimiento se da en el hombre que nace del
Espíritu. Quien confiesa a Jesús como Señor de su vida y le reconoce como su
Salvador, el Espíritu de Dios viene a morar en él; quien recibe a Jesús, Verbo
de Dios, ese ha nacido de Dios y conoce a Dios. Porque a Dios nadie lo ha
visto, pero Jesucristo lo ha dado a conocer, y está vivo entre nosotros por su
Espíritu.
Nuestro cuerpo y nuestra alma no son transformados por el
nuevo nacimiento. Para que seamos transformados y cambiados, necesitamos
renovar nuestra mente, nuestro entendimiento, ser regenerados, a fin de conocer
la voluntad buena, agradable y perfecta de Dios. Para ser cambiados,
necesitamos renovar nuestra mente cada momento de nuestro existir, día a día. ¿Cómo
lo logramos? ¿Por nuestras propias fuerzas podemos conseguir cambio permanente?
No, tenemos un ayudador, el Espíritu Santo, que nos lo dejó Jesús, para que no
estemos solos, para que podamos restablecer la relación con nuestro Padre
Celestial, luego que el pecado estableció una separación de nosotros con Dios,
para tener relación de comunión cálida, tierna, afectiva y abierta con El.
Esta regeneración de nuestra mente, este cambio, esta
metamorfosis, se realiza cada día, día a día, acudiendo a rociarnos y
sumergirnos, diariamente, de manera permanente, con la sangre de Jesús, que
perdona nuestras faltas, nos limpia y nos purifica de nuestras iniquidades y pecados, rompiendo toda
maldición y toda maldad, y liberándonos de todo arrastre de maldición. Esta
transformación se da, acudiendo con fe a comer diariamente del alimento de vida
que calma nuestra sed y sacia nuestra hambre, la Palabra de Dios. Se logra,
arrepintiéndonos cada día de pecado, limpiando nuestra conciencia de obras
muertas y manteniendo el pacto eterno de amor con el Dios de salvación.
Esta es una fe salvadora, adquirida a precio de sangre y rociada
sobre nosotros en la cruz, y de la que debemos apropiarnos por fe: fe en la
obra redentora del Dios hecho hombre, que siendo el dador de la vida y hacedor
de todas las cosas, se hizo hombre a sí mismo, y se entregó voluntariamente a
la peor de las muertes, muerte de cruz, a fin de que el hombre caído tenga
oportunidad de vida eterna.
Jesús no cometió pecado, trazándonos así el camino a la perfección, que es imitando
su carácter. El carácter de Cristo destilaba amor, se había rendido en
obediencia total y absoluta al Padre, y su humillación fue hasta el extremo de
que, siendo Dios, se hace hombre,
muriendo en una cruz por el rescate de todos.
La fe salvadora permite experimentar el cambio en nuestras
vidas cuando creemos que Dios puede hacernos seres diferentes, imitando a
Cristo, despojándonos de nuestro viejo hombre y crucificando nuestra propia carne,
con sus pasiones y deseos; creyendo que es posible cambiar para bien, si el
Espíritu de Dios está con nosotros.
Hay un grito de fe que puede ser exclamado en el camino
de los justos. Aquellos que, por fe, están dispuestos a rendir su voluntad,
para servir a Dios en todo, tienen una luz de vida que le guiará al camino
perfecto: a Jesucristo, luz del mundo. Esta
es la fe salvadora: la que cree en Jesús, fuente de vida eterna.
Fe de reino (II)
La fe salvadora es aquella que cree en Jesús y lo recibe
en su corazón. En Jn. 3 leímos que Jesús, Dios mismo, dijo que para entrar en
su reino hay que nacer de nuevo del Espíritu. Entramos al reino de Dios y
tenemos la oportunidad de relacionarnos con el Rey al nacer de nuevo.
Restablecemos, pues, la paz con el Rey de gloria. El Rey de gloria está vivo, y
estamos llamados a entrar, por fe, en la gloria de su reinado.
Son dos tipos de vida que nos vino a traer. En Jn. 6:47
Jesús dijo que quien en El cree, tiene vida
eterna. En Jn. 10:10 dice que Jesús vino para que tengamos vida en abundancia. Vida eterna y vida abundante es la vida que Dios vino
a dar al hombre. La vida eterna la obtendremos al morir, cuando seamos
despertados y nuestro ser resplandezca, y seamos levantados ‘a perpetua eternidad”. Dice Dn. 12:3:” Los
entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que
enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas a perpetua eternidad”.
Para tener vida eterna hay que adquirir fe salvadora, la
de aquellos que temen a Dios y confiesan su nombre, que le han presentado un
sacrifico de alabanza a Dios, por la gracia dada en Jesucristo. La vida
abundante, por otra parte, es para aquí, en la tierra, para vivirla a plenitud
mientras estemos en este mundo. Para vivir una vida en abundancia, hay que
obedecerle, depender de Dios, oír su voz, caminar en el Espíritu, hay que
dejarse ser guiados por él.
La fe para vida eterna es aquella que cree en Jesús,
conoce quién es y lo recibe como tal. Es una fe que teme a Dios, tiene la
información de quién es, y reconoce que puede perder hasta su vida si no vive
en santidad. La fe que es para vida abundante no solo teme reverentemente, ama; es fe diferente, ha echado fuera
todo el miedo, porque es fe firme,
segura, está anclada en la verdadera ancla del alma, sabe en el Dios que ha
creído, vive a plenitud el amor de Dios en su vida y ve la mano maravillosa de
Dios en cada detalle de su caminar. Camina seguro, confiado, con Dios a su
lado, con el Espíritu en su ser, que le instruye y le indica lo que ha de
hacer. Es fe inconmovible.
La fe de reino no se detiene por nada, sigue siempre
hacia adelante, corriendo la carrera que tiene por delante, puestos sus ojos en
Jesús, autor y consumador de su fe. No se amilana ante las adversidades, ni se
angustia por las tribulaciones, ni se paraliza por lo que ve, sino que ha
alzado su mirada hacia los montes, para buscar auxilio y socorre en el Dios
creador de cielos y tierra. Es fe
enfocada.
La fe de reino ve su realidad, no en lo que se ve, sino
en lo que no se ve, sabiendo que lo invisible es más poderoso que lo visible,
si está afirmado y respaldado en el poder del Dios Todopoderoso. La fe de reino es una fe comprometida. Está convencida de quién es el Dios a quien sirve
y no le importa el sacrificio, con tal de agradar al ser que ama. No le importa
el qué dirán, ni las criticas ni las murmuraciones, porque es fe fundamentada
en la buena noticia de Dios, que es locura para los sabios de este mundo. Es fe inaccesible.
En Jn. 6:37 Jesús dijo que el que a Él va, no lo echa
fuera. Dios nos ama siempre, está dispuesto a perdonarnos siempre, no desprecia
nunca un corazón arrepentido y humillado delante de su presencia. Una fe de
reino está alineada siempre a la perfecta voluntad de Dios. Ni a derecha ni a
izquierda, su mirada está puesta en el Dios de salvación.
Para activar el poder sobrenatural de Dios, hay que
agregar valor a nuestra fe, hay que añadir valor a Dios para que cambie nuestra
condición. Si permanecemos igual, si nuestra fe es la misma, nuestra situación
no va a variar. Hay que estar dispuestos hasta morir, para que la luz de vida
resplandezca en nosotros. Hay que crucificar el yo, la carne, con sus deseos y
pasiones, para que el amor de Dios sea derramado sobre nosotros y podamos ser
levantados del polvo, que nuestros huesos secos adquieran vida.
La fe de reino es la de un hijo que clama Abba! Padre!
junto al Espíritu en sus momentos de apuro y necesidad, sabiendo que el rey
tiene dominio y autoridad sobre su reino, que le responderá, y hará aun más de lo que pueda esperar y
alcanzar. Es fe poderosa.
La fe salvadora va unida al temor reverente a Dios. Jesús
lo tuvo en la cruz, cuando creyó en que Dios lo salvaría de tan grande
prueba. Sudó gotas de sangre en el
Getsemaní, cargando sobre si con todas nuestras culpas y pecados. Pero hubo más
en Él. Cuando los judíos lo buscaban para matarle, confesó “Yo soy”. No se limitó
a dar Él mismo la prueba para su condenación, sino que a Pilatos, ante su
interrogante de si era rey, al ser acusado por los judíos, le dijo: Tú lo
dices, Soy rey. Para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad.
La fe del que ama da testimonio siempre. Es fe vencedora, que traspasa barreras, que
rompe muros, que restaura vidas, que rompe cadenas. La fe de reino puede cantar
aunque se vea sequedad su alma, dar gritos de júbilo aunque no vea los frutos
llegar, dar gracias en medio de las adversidades, confiado en algo bueno Dios
trae para su vida.
Quien tiene fe de reino puede proclamar a grandes voces,
como en Habacuc 3:17-19:” Pues aunque la higuera no florezca, ni en las vides
haya frutos. Aunque falte el producto del olivo, y los labrados no den
mantenimiento, y las ovejas falten en el aprisco, y no haya vacas en los establos.
Con todo, yo me alegraré en el Señor, y me regocijare en el Dios de mi
salvación. Dios el Señor es mi fortaleza, el cual hace mis pies como los de las
ciervas, y me hace volar en mis alturas”.
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